Esta es muy personal. La historia de los caballos la contaba mi suegro cada vez que podía, así que decidí escribirla para «inmortalizarla». Es a la vez es un corto homenaje a su vida.

Fue una persona que siempre admiraré, agradezco a la vida por haberlo puesto en mi camino. Sin olvidar que trajo a este mundo al ser que mas he amado apasionadamente.

Puedes leer mas cuentos de la serie en este blog.

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1965

A Ramón le encantaba el campo, las estrellas, las flores, sus olores, y paisajes.

Sabía que con el tiempo las cosas mejorarían, que lo mejor estaba por venir, superaría la falta de trabajo, iría a la ciudad, todo estaría mejor. Estaba enamorado.

Más de 50 años después estaría allí, rodeado de sus hijos, con aquella misma mujer de la que se había enamorado desde que eran niños, desde la escuela, desde el recreo, desde muchos y tantos sitios que no cabrían en un libro.

La vida no había sido fácil para él, tampoco para sus hermanos. Fueron épocas difíciles, resultado de la dictadura, su caída, y el inicio de la democracia. Algunas hermanas habían sido enviadas a trabajar a casas de familia, otros hermanos al campo, o a trabajar con los choferes de autobuses del terminal, a cambio de algunas monedas.

Aquella noche estaba contento, era feliz, nada parecía detenerlo, venía de ver a su novia, Ana. Y así como se cruzan las aves en el cielo, o los peces en el mar, se habían cruzado ellos, pero en la escuela. Ana, la niña del Momoy, venía de una familia dedicada, que había trabajado la tierra y criado animales en aquella fresca montaña andina.

Es impresionante como dos vidas pueden ser tan distintas, opuestas inclusive, pero el amor verdadero, lo equilibra todo. Los padres de Ana querían mucho a Ramón, sabían que su familia no la pasaba bien, que era numerosa, y el trabajo del padre seguramente no alcanzaba para darles lo que necesitaban. En ocasiones, disimuladamente, lo invitaban a desayunar con ellos, incluida Ana. Ramón, desde su inocencia veía con antipatía como la niña rechazaba cosas de la mesa que para él resultaban deliciosas, comidas que no sólo calmarían el hambre, sino que también eran sabrosas, y hasta hermosas.

Ramón dejó de creer muy pronto en el Niño Jesús, Los Reyes Magos, o Santa Claus. Al principio no entendía cómo a otros les traían juguetes costosos, pero a él no le llegaba nada en navidad, su zapato llegó a estar muchas veces vacío. Una vez se quedó en vísperas de las fiestas en casa de unos primos, acercó su zapatito viejo a un costado del de sus primos para que al Niño Jesús no se le olvidara de dejar su regalo. Despertó a la mañana siguiente siendo el único con un zapato vacío.

Aquella noche, años después, era muy clara pero sin luna. Venía de la casa de su amada, quedaba a un kilómetro de la suya. En el camino iba soñando con el futuro, con todo lo que podría hacer y lograr. Algún día iría a la capital, «todos los que van para allá se hacen ricos», bueno, o al menos decían que no sufrían tantos apremios económicos, como en el campo. Volvían de la ciudad vestidos a la última moda, con peinados modernos, fotos a color, y algunos hasta con autos nuevos. En definitiva, una vida para dedicársela a su amada, para darle las cosas a las que estaba acostumbrada, que no eran pocas.

Los padres de Ana no se preocupaban mucho por la relación que sospechaban existía entre ellos, total, se conocían desde niños, lo normal era que se enamoraran. No les preocupaba que los padres de él no tuvieran tierras, o posesiones como ellos. Sabían lo que era estar en su situación, eso le podía suceder a cualquiera. Valoraban lo que se amaban, como se adoraban.

Su relación no siempre fue perfecta, hubo discusiones y diferencias, incluso momentos familiares que les afectaron. Pero tan decidido estuvo Ramón con respecto a su amor, que él mismo, llegado el tiempo, compró un vestido de novia, tocó la puerta de casa de Ana y la pidió en matrimonio. Y así como así, se casaron, sin importar que el novio viera el vestido antes de la boda, las supersticiones pierden su efecto cuando el amor es verdadero. Más de 40 años de matrimonio lo probarían. Sólo la muerte los pudo separar.

Los fenómenos extraños, así como el amor, suceden. Los pensamientos de Ramón aquella noche sin luna, que giraban en torno a su enamorada, se transformaron en miedo, no por el futuro, sino por lo que esa noche sucedería. Seguía en el camino que llevaba a su casa. Habían pocos faroles, la calle tenía más historias de espantos que casas, cuentos que se recordaban especialmente en noches como esa, donde todos los seres aprovechan la falta de luz para salir, especialmente los mas extraños.

En la oscuridad escuchó un ruido que se mantendría en su mente por muchos años. Era el sonido de un caballo, dos, tres, no, eran muchos ¡Una estampida! 

No era extraño ver caballos en el campo, era la forma más común de transporte que existía, junto con algunos autos. Las estampidas si eran raras, y peligrosas. Los caballos cimarrones, aquellos que lograban escapar de las fincas, no volvían al pueblo, se quedaban libres por el campo para siempre. Evitaban a toda costa el contacto con los humanos.

Ramón corrió rápidamente hacia la zanja al borde del camino, las que evitaban que las carreteras se inundaran con las lluvias. Allí esperó. La estampida se escuchó cada vez más cerca, él se mantenía agazapado en la zanja para evitar ser golpeado, el sonido indicaba que venían rápidamente, la tierra temblaba, de repente, silencio.

Revisó el camino, la carretera, el campo. Nada. Definitivamente no veía nada raro, ni polvareda, ni ruidos o caballos. No habían animales, ni personas, lo próximo que se escuchó en aquella carretera fueron los pasos desesperados de Ramón, corriendo a casa.

Y así, como si nada son los fenómenos de la vida, vienen, los escuchas, te asustas, y pasan. Esta historia Ramón la contaría una y otra vez tratando de encontrar una explicación, una respuesta que nunca llegó. 

Más de 50 años después, acompañado por su familia, su especial esposa, e hijos alrededor de su cama, Ramón se fue a un nuevo mundo, uno donde no hay sufrimiento ni dolor, y las estampidas de caballos no son peligrosas.

Un mundo mejor, como se merecía.

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