2013

Existen esas cosas… esas cosas que suceden y que nadie puede entender, que nadie puede explicar, pero de las que muchos hemos escuchado. Y así, como a tantos,  le pasó a Alexandra, cuando tenía tan solo 7 años de edad.

–Papá, hoy vi a la abuelita Hilda –dijo Alexandra a su padre.

–¿Hoy? ¿Dónde? –respondió el hombre, consternado.

–Sí, papá, la he visto cuando estábamos en la funeraria, caminó frente a nosotros, hacia donde la habíamos velado –insistió la niña.

Corrían tiempos muy difíciles, la situación del país donde vivían se había hecho insostenible. Algunas personas protestaban en las calles, otras tenían miedo de hablar sobre lo que pensaban, incluso escribirlo en un mensaje en el celular era peligroso. Se ondeaban banderas de un lado y del otro, cada bando defendiendo su punto, pero sólo de un lado estaban las armas, y sólo de un lado caían los muertos.

No sólo las personas eran asesinadas en las calles, eran asesinadas en los hospitales, clínicas y ambulatorios, por falta de medicamentos, por falta de comida. Moría gente en sus casas, porque hasta el oxígeno estaba siendo racionado. Habían filas largas para comprar comida, para comprar medicinas, si es que las encontrabas.

Habían turnos y límites: “Ya hoy compraste, no te toca sino hasta la semana que viene”, se escuchaba, y era lo común.Ya no había pan en las panaderías, ni carne en las carnicerías.  Y no faltaba coraje, no faltaba empeño por parte de unos cuantos, pero sobraba apatía y resignación por parte de muchos otros, quizá la mayoría,

Y allí estaban, en la funeraria, frente a otra víctima más de la dictadura. Josefina había protestado, había marchado y gritado, nunca fue violenta, nunca tiró una piedra, pero murió, siendo una víctima colateral de toda esa época absurda que la gente había elegido vivir. 

Los médicos dijeron que la causa de muerte fue estrés. Si, la gente muere de eso. Como muchas más, sufrían como lo hacía Venezuela, su mismo dolor, su misma desesperación, miedo, y ansiedad. Tenía tan solo 32  años, le faltaba mucho por vivir, así como a Neomar, Basil y muchos más héroes de esa tierra, que lo dieron todo para cambiar lo que sus antepasados les legaron. 

Era la hermana de uno de los mejores amigos de Carlos, su única hermana. Ella pensaba emigrar en un futuro cercano, así como muchos, para ganarle al destino e inyectarse esperanza. Porque sabía que existía todo un mundo por conocer allá afuera. Pero el tiempo le jugó una de las malas, y emigró, pero a otro lugar, a uno probablemente más hermoso, pero del que no se regresa.

Carlos fué con su hija Alexandra aquel día triste, a dar el último adiós a Josefina y apoyar a la familia. La funeraria era la misma donde habían velado a la “Abuelita Hilda”, hacía poco menos de un año. Así la llamaban, aunque realmente era la bisabuela de Alexandra, su verdadera abuela era Maria, la que había nacido con la “placenta en la cabeza”.

La funeraria estaba llena, todos las salas velatorias ocupadas, como sucede en un país donde mueren 100 personas a la semana. No estuvieron mucho tiempo, tan solo una hora. Los velatorios ya no eran de 3 días como antes, habían muchos en la lista de espera. 

Carlos hablaba con la familia, Alexandra se encontraba al lado suyo, tratando de interrumpirlo, sin éxito. Del otro lado del salón velatorio se encontraba un pasillo, y al atravesarlo se encontraba de frente otro salón. En ese mismo sitio habían velado a la bisabuela. 

Alexandra miraba el pasillo, sentada, aburrida junto a muchos desconocidos. Desde allí solo podía ver gente y más gente, personas que llevaban café, otros con graciosos círculos de flores grandes, y otros con maletas y bolsos como los de los aeropuertos.

De pronto, la niña encontró entre la multitud  una cara familiar, su ropa de colores contrastaba con los trajes oscuros del resto de las personas, tenía una bata azul con una figuras que parecían, en la distancia, mariposas. Era su bisabuela, sin lugar a dudas. La bisabuela se encontraba de brazos con otra persona, una mujer que parecía cuidarle. 

Para su corta edad ella pudo entender que eso que veía era extraño. La bisabuela, quien la quería tanto, ya se había ido al cielo, así se lo habían contado sus padres. Ella la vio dormida en la caja de madera, en ese mismo sitio, algún tiempo atrás.

Alexandra siguió con la vista la fugaz escena, las siguió hasta que desaparecieron en la sala velatoria de enfrente, cuando caminaban hacia una de las esquinas del edificio. Pareciera que iban a atravesar la pared, pero un río de gente se atravesó, sin poder entonces saber a donde se habían ido. Cuando el río de gente pasó, ya no había nadie. Se bajó de su asiento y fue a avisarle a su papá, trató de interrumpir su conversación, pero no tuvo éxito. 

Hay personas que tienen un don, un don desde el nacimiento. Las consecuencias buenas o malas de ese don lo definen las acciones que se tomen con él. Los padres de Alexandra se dieron cuenta, de que así como otros lo tienen, ella también lo tenía. 

No era la primera vez que esto sucedía en su árbol genealógico, ni tampoco fue la última vez para la niña.

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