María había nacido con la placenta en la cabeza, eso, según contaban los viejos, era señal de que el recién nacido tendría ciertas capacidades especiales en su vida.

Todavía, 40 años después, María seguiría sufriendo de esos “dones”.

En un pueblito de los llanos, aquel diciembre de 1958, nació María.

La inmigrante de la isla de Trinidad y Tobago –que no hablaba nada de castellano– tuvo un parto relativamente normal, pero debió viajar velozmente junto a su esposo en auto hasta un pueblo vecino, uno que sí tuviera un hospital, al menos uno decente.

Luego de todo un día de labor, una de las enfermeras se le acercó a Hilda, que tenía en sus brazos a su primogénita. La mujer, mirándola a los ojos con una mezcla entre ternura y preocupación, dijo: –Tu hija es especial, nació con la placenta en la cabeza.

Obviamente ella no entendió nada, era de Trinidad y Tobago, allí solo se hablaba inglés o patuá (una mezcla de inglés, francés y español que se hablaba al sur de aquella isla), así que llamó a su esposo para que tradujera.

Él trató de tranquilizarla: –Son cosas de viejos –le dijo.

Ante la insistencia de ella para saber qué era aquello tan importante que le había dicho la enfermera, él no tuvo más remedio que decirle que María había nacido con la placenta en la cabeza.

Los viejos dicen que los que nacen así, es porque tienen dones especiales.

–¿Y qué dones serán esos? –respondió ella, preocupada.

No lo sé, solo el tiempo lo dirá.

Años después Maria recordaría y contaría todas las veces que había presenciado el “don”. Cada vez que lo recordaba la piel se le ponía de gallina.

Al final siempre recordaría la última vez que lo tuvo. Ese día, más de 40 años después de la primera vez, decretó y exigió, con mucha furia, que Dios le quitase el don.

Y así sucedió, nunca más lo tuvo, nunca más vió.

Cuando tenía 5 años María se encontraba en su casa, su madre, muy pobre pero trabajadora, cobraba por lavar ropa de los vecinos para poder ayudar con los gastos del hogar.

Vivían en una casa igual de precaria, con piso de tierra, paredes y techo del material que se encontrara.

Ciertamente no era lo que había soñado de Venezuela, con tantas historias que llegaban sobre la vida en ese país supuestamente rico porque tenía petróleo, oro y minerales por todos lados, mucha comida, y mucho trabajo.

Se había imaginado que todos en ese país eran ricos, que todo era progreso y modernidad.

Nada de eso ella había visto todavía.

La segunda revelación fue que no todos eran rubios, “catires”, como se les dice en el país. Eso decía la gente sobre ese país tan cercano y desconocido a la vez . Nada más lejos de la realidad. La gente era “normal”. 

Cierta noche el padre de María había salido a trabajar.

Se encontraba sola con su madre, juntas se habían quedado dormidas con la lámpara de velas encendida, a ninguna le gustaba la oscuridad.

Esperaban que en cualquier momento papá llegara de trabajar, probablemente lo haría con un pan bajo el brazo, de los que compraba en el camino a casa al «musiú”, así era como llamaban a los portugueses recién llegados al país en aquellos días.

Maria despertó en la noche y notó que la vela estaba por apagarse, no quería despertar a su madre, agotada por lavar ropa, y fue a buscar otra vela para encenderla. Ella no sabía lo que hacía, nunca había encendido una vela, pero había visto a su madre hacerlo. Todavía se estaba despertando, sentada en el borde de la cama, somnolienta, cuando vio, al pié de ésta, una figura humana. Se sorprendió, pero no se asustó, era una mujer vestida de blanco.

La figura de la mujer le era familiar y le causó curiosidad, pero más curiosidad le causaba que la mujer no tenía zapatos, y se encontraba de pié, a unos centímetros del suelo. 

Al verle el rostro se dió cuenta que, ¡era su abuela! Su abuela vivía a más de 1000 Kms de distancia, en Trinidad, y nunca la había conocido en persona, salvo en fotos que le mostraba su madre, de esas que llegaban en un sobre que un hombre traía de vez en cuando. La abuela se encontraba hermosamente vestida de blanco, una suave brisa que María no sentía, pero que sí veía, le movía el vestido suavemente.

Una expresión de enorme felicidad tenía el rostro de aquella figura humana, se tomaba las manos y las extendía en una expresión de querer abrazar a la niña. María lo entendió y se bajó de golpe de la cama. Su madre se despertó con el movimiento, y, al ver a la niña caminando, le preguntó: “¿A dónde vas?”. Ella le respondió, muy contenta:

–La abuela está aquí, y está flotando en el aire.

La niña se acercó a la base de la cama y se quedó fijamente mirando hacia arriba. Hilda no entendía lo que pasaba, y se asustó. Cuando el papá llegó del trabajo encontró a las dos rezando el rosario animadamente, de rodillas frente a una vela. Ya la figura se había ido.

A eso de las 2:00 de la tarde del día siguiente llegó el cartero, esta vez no con una carta, sino un telegrama. El mensaje decía: “Tu madre murió anoche, a las 11 p.m., en Trinidad. Murió feliz.”

Años después María seguiría recordando aquella primera vez que el don se manifestó. Luego, cada vez que alguien querido fallecía, o estaba por fallecer, la visitaba a ella primero, no decían nada, pero ella con el tiempo entendió el mensaje, o mejor dicho: la despedida.

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