Un Momoy es un tipo de duende procedente de las montañas de los Andes venezolanos, son pequeños, vestidos con ropas de épocas antiguas y un gran sombrero de palma tejida.

Los Momoy, o momoyes, son objeto de curiosidad, interés, devoción, y hasta miedo en esos pueblos alejados de las ciudades. No hay persona que no conozca a alguien que tenga un cuento sobre los Momoy en Trujillo, especialmente en el hermoso pueblo de Boconó.

Soy el autor de este cuento, lo escribí por el año 2019, pero la historia es de 1959, forma parte de la serie Cuentos Reales, una suerte de ejercicio personal para comenzar a contar las historias propias, o las que me han contado otros, en especial aquellas que no tienen explicación.

Tengo la suerte -si, así la llamo- de contar con historias muy raras provenientes de mi familia, y a estas se le suman las de la familia de mi esposa, que son abundantes.

Estos cuentos se vuelven siempre un debate en las reuniones familiares, donde, sin querer, competimos por decir la historia mas extraña o espeluznante, aunque ya las hemos escuchado una y otra vez, y nos las sepamos de memoria, pero, por alguna razón vuelven a ser el centro de las conversaciones.

Tal vez por que son interesantes, por que no tienen explicación, o por que son ciertamente, reales.

Jean

Y allí estaba, Montserrat no lo podía creer, su corazón latía rápidamente, veía lo que parecía ser una figura humana pequeña, pero no era un niño, ni alguien de baja estatura. Daba miedo, era un Momoy.

La figura la llamaba hacia el río, le sonreía de un manera extraña para ella, no podía dejar de verlo. El diminuto ser  insistía, mostrándole en sus manos unos pequeños frutos, parecían justamente de esas moras a las que ella gustaba comer.

Todo a su alrededor se nubló, sintió que no podía respirar, y de a poco esa criatura extraña y con ropas viejas se acercaba, pero no se alejaba del agua, hasta que la niña se desmayó.

Horas antes había salido a jugar con sus hermanas, Montserrat era la más pequeña. Siempre quería estar en todos los juegos, pero a sus hermanas mayores no les agradaba mucho la idea.

Sin embargo, Ana, su abuela, les pedía la cuidaran cuando ella debía ir al mercado o a coordinar las tareas de la finca.

Sus piernas pequeñas no daban para ir a la misma velocidad que las otras chicas, quienes siempre la dejaban atrás, corrían para que no las pudiera alcanzar.

Era común que jugasen en casa, pero más divertido era ir al campo, comer guayabas desde los árboles, retozar en la grama, bañarse en el río o molestar a las vacas. El río, por cierto, estaba prohibido:

Nunca vayan al río solas, sin un adulto, mucho menos con Montse, ella está muy pequeña y no sabe nadar.

Resultaba habitual escuchar eso de la boca de la abuela.

El río era pequeño, su ancho era de unos 3 metros, y su temperatura muy fría, porque venía de la montaña. Su caudal era considerable para su tamaño.

Tenía zonas donde se acumulaba el agua y se convertían en los pozas perfectos para bañarse, alejados de las corrientes fuertes, que se dirigían a pequeños saltos un poco más adelante.

Los ríos deben cuidarse, no está permitido dejar basura o desperdicios cerca de ellos –dijo la anciana.

–¿Y por qué no, abuela? –respondió, groseramente, una de las niñas.

Porque los que cuidan el río se molestan –replicó la mujer.

¿Y quienes los cuidan? –insistió una de las pequeñas.

Unas personas… ¿No tienes nada mejor que hacer que molestar a tu abuela con tu preguntadera? –dijo Ana, y con eso cerró la conversación.

***

Ana nunca quiso hablarle de los Momoy a las niñas, no quería contaminarlas con las historias del pueblo sobre las criaturas que cuidaban la naturaleza, con esos cuentos de viejos que ya casi nadie creía, pero que de vez en cuando salían a relucir nuevamente por alguna aparición inusitada de estos seres.

La gente del pueblo, sobre todo los ancianos, contaban que los Momoy eran los cuidadores de la naturaleza, que no todos los adultos podían verlos, sin embargo los niños sí.

Aunque no todas estas criaturas eran malas, muchos les temían. Se cuenta entre los pobladores que hubo casos donde los momoyes, supuestamente, hipnotizaban a niños, y luego los llevaban a los ríos para ahogarlos.

Otros contaban que estos seres eran como los duendes que se veían en la Europa de su juventud, de donde algunos habían emigrado hace mucho.

Pero no eran iguales, según contaban los testigos. Los de Europa eran verdes y con sombreros altos, los de aquí no, los sombreros de nuestros coterráneos eran anchos.

Se escuchó decir a un viejo que cierta vez estaba en la zafra con otros peones, descansando por un rato del trabajo y del inclemente sol; en esos momentos algunos de los peones aprovecharon para dormir, otros para comer o tomar algo de miche.

En ese momento se apareció, cerca de ellos, una figura; “Sin duda alguna, un Momoy”, pensaron todos.

Era pequeño, con aspecto de anciano, con pies grandes y un sombrero del mismo tamaño que le tapaba parte de la cara.

Todos estaban paralizados. El más entrado en años de los peones tomó la iniciativa: –¡Hola! ¿Quieres tabaco? –dijo, temblando. La extraña presencia dijo que sí, con un gesto de la cabeza. El sombrero del ser ondeaba en el silencio, hacia arriba y hacia abajo.

También tenemos miche, ¿quieres? –dijo otro. A los momoys les encanta el ron, pero el miche era también muy bien apreciado.

Nuevamente el Momoy asintió.

Alguien más le ofreció comida, sorpresivamente a esto dijo que no. Los que le habían ofrecido tabaco y miche se acercaron a un par de metros, soltaron lentamente el tabaco y una botella del licor en el piso y retrocedieron poco a poco, sin quitarle la mirada.

El Momoy recogió lo que le habían ofrecido los peones y lo colocó en un fardo de cuero que llevaba cruzado por el pecho.

No dijo nada, simplemente hizo una mueca con los labios, y se fue.

***

Voy al mercado –dijo Ana a las niñas. –Cuiden a Montse.

¡Sí, abuelaaaa! –contestaron las niñas, al unísono.

Pasado un rato las pequeñas se aburrieron de jugar con sus muñecas y decidieron aprovechar que su abuela se había ido para salir al campo a buscar parchitas y guayabas.

Montserrat fue con ellas, naturalmente. 

Para llegar al campo donde se encontraban los árboles frutales debían subir un camino a la montaña por el sector Los Malabares; ese camino lo bordeaba el río.

Ya frente al sendero que se elevaba, las hermanas mayores vieron a Montse, se miraron ellas mismas con un gesto de complicidad, y salieron corriendo al empinado camino, lo más velozmente posible, dejando a la menor detrás. 

La pequeña Montse corrió lo más que le dieron sus piernitas, no quería quedarse sola, le daba miedo.

En la distancia se escuchaban los pasos apresurados y las risas de las hermanas, cada vez más lejos.

Pasado un rato, Montse se detuvo, cansada, con el corazón latiendo muy rápido, no entendía por qué ellas, siendo sus hermanas, le hacían eso.

La niña se sentó a llorar. Se encontraba al borde del río, derramaba lágrimas a montones, triste y asustada. 

Algo brillante, muy brillante en el río le llamó la atención a Montse, interrumpiendo su llanto. Era algo que nunca había visto. Se acercó para ver mejor, evitando caer en el agua.

***

Las hermanas, luego de esperar un buen tiempo a que Montse las alcanzara en lo alto del camino, decidieron bajar para ver dónde había quedado la niña.

Llegaron al río y vieron a la pequeña hacer gestos, como si hablara con otra persona, pero allí no había más nadie.

El sol brillaba en lo alto y el agua corría fuerte como de costumbre. 

Las hermanas se quedaron por un momento absortas ante el extraño cuadro que observaban.

Luego, nerviosas, al ver que su hermana estaba muy cerca del río y temiendo que se cayera, decidieron gritar su nombre al unísono: “¡Montseeee!”.

El alarido rompió la tenue calma del sitio, y apenas la niña escuchó su nombre, se desmayó.  

Cuando el abuelo de las niñas llegó a la casa se encontró con todo un caos: las niñas llorando; la abuela gritando; los sirvientes sin saber que hacer; y Montse, en el sofá, acostada.

La niña se hallaba semi-despierta, con el cuerpo tenso y los ojos muy abiertos, pero no pronunciaba palabra alguna.

Las hermanas contaron, entre lágrimas, una y otra vez lo sucedido.

El abuelo sabía lo que tenía que hacer: tomó a la niña, la llevó a una habitación aparte de la casa, aquella a donde nadie podía entrar nunca, y cerró la puerta tras de sí.

Montse no recuerda nada del asunto, ni de lo que sucedió en aquella habitación oscura a la que nunca había ingresado, ni cómo su abuelo la había “curado”, solo recuerda un gran libro grande con tapa de cuero, bibliotecas, velas, y mucha oscuridad, y las palabras de su abuelo: –Ya nunca mas verás a algún Momoy.

La pequeña se reincorporó varios días después. Montse nunca fue a un médico, ni fue revisada en el hospital.

Jamás volvió al río.

Afuera de la casa, en la oscuridad, una figura de la que sólo se veía el tabaco ardiendo dentro de una larga pipa y un sombrero grande, sonreía maléficamente diciéndose a sí mismo:

Otro día será.

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